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Abstract

–Era una época insólita, una época de inseguridad y una época de inquietud. Así comenzó un cuento que me contó mi abuela, Refugio, una mañana cuando era pequeña. Me dijo que, en el año 1929, comenzaron a pasar algunos incidentes extraños en Nuevo Méjico alrededor de los pueblitos de Pastura, la Pintada y hasta en partes tan lejos como en Los Montoya. Para los habitantes del llano del medio, estos eventos no tenían buena explicación según decían los que vivían allí. Siempre había permaneció la tranquilidad, paz y amistad en todo el llano. Al principio, nadie puso mucha atención cuando la ropa recién tendida comenzó a desaparecerse de los tendederos de varios vecinos. A veces hallaban las ventanas o puertas abiertas cuando suponían de estar cerradas.

–Sera un desconocido. Un extranjero. No puede ser ninguno de nosotros –decían todos. Después se perdieron los juguetes, libros o cositas personales de algunos niños, pero no por sus propios dueños. Hasta los pasteles de manzana, que siempre dejaba tía Adela Anaya en el portal para enfriar, se volaron. Nadie sabía cómo, ni quién. Por estas mismas razones la gente comenzó a tener más cuidado. Empezaron a cerrar las puertas de las casas y de los graneros o corrales con llave. Precauciones que nunca habían sido necesarias. El vecino sospechaba a su vecino, este vecino sospechaba al extranjero y el extranjero a todos. Así siguió el asunto.

Poco después se enfermaron ciertos niños con una calentura y delirio. Se quejaban de pesadillas de un gato de un color tan negro que parecía como un pedazo de carbón. Este gato, con ojos grandes, amarillos y luminosos, siempre se veía sentado en las ventanas de los dormitorios de los niños débiles. Les hablaba. Estos pobres enfermos pequeños nunca se podían acordar de lo que les hablaba el gato negro. Cuando el gentío se dio cuenta de este asunto y que también eran los mismos niños que habían perdido algo personal al comienzo de los problemas, entonces comenzaron los rumores de la brujería. Una tarde, la gente del rancho igual como la gente del pueblo se reunió en la Iglesia de San José en Pastura.

– ¿Quien es el dueño de un gato negro, ojos amarillos? –era la pregunta de todos. Nadie tenía tal animal. Después de una larga búsqueda no hallaron al maldito gato. Al poco tiempo, llegaron tres sacerdotes de otras parroquias para que bendijeran las casas alrededor del llano por si acaso. Aunque los niños mejoraron, siempre siguió pasando varios males cerca de los pueblitos. Algunos pozos se secaron, algunas cosechas fallaron y en ciertos ranchos la vacas o ovejas contrajeron enfermedades con períodos de fiebre alta, y morirían. Estos asuntos dejo a todos muy inquietos.

Nadie tenía idea cómo resolver el problema. Unos habitantes, por la preocupación o por el cansancio del asunto, decidieron vender sus hogares y se fueron para otras partes. Decían que el llano ya no estaba pacifico por estar lleno de brujas o fantasmas. Mis abuelos, José Ramón y Refugio Aragón, también vendieron su casa con varios terrenos. Se mudaron de Pastura hacia el pueblo de Vaughn que quedaba cerca, aunque ellos decían que la brujería no era la razón de irse.

A veces me quedaba de sueno después de oír los cuentos de mi abuela. Esta mañana cuando terminó el cuento, me fui a jugar en el jardín de ella. Me gustaba comerme las fresas maduras que crecían allí, aunque no suponía de comérmelas. Aquí en este oasis maravilloso, bordeado y sombreado por los arboles de durazno, me ponía en juegos de imaginación mientras exploraba las enredaderas de las uvas, calabaza, sandia, chile y otras plantas que no conocía. El aire alrededor del jardín siempre estaba lleno de la fragancia de yerba buena, como un perfume. Estaba reviviendo un juego de viaje a una selva tropical cuando oí que alguien me llamaba. Me hice como no oí las llamadas, entonces vino tía Antonia a buscarme.

– ¿No me oíste llamándote? –pregunto tía acercándose al jardín. –Ya el sol esta alto y está muy caloroso. Pásate para adentro por el resto del día. –ella me dijo.
– ¿Tengo que hacerlo, tía? ¡Estaba divirtiéndome mucho en mi selva! –le respondí.

– Ya tienes once años y sabes que el sol te puede quemar bien tostadita si no tienes cuidado –me dijo volteándome hacia la casa. –Acuérdate que siempre tienes que ponerles atención a tus mayores. ¡No lo creo! Te comiste todas mis fresas maduras, ¿Qué vamos a hacer contigo, muchachita? ¡Vamos, adentro! –dijo tía, sacudiendo la cabeza.

Entré al dormitorio de abuela y me acerqué a la cama. Todavía estaba dormida y se veía muy tranquila. Pensé de aquel tiempo cuando ella comenzó a perder la fuerza en sus pies y las piernas. Primero, empezó a usar un bastón, tallado con varias flores pintadas de color rojo, amarillo y blanco. Me gustaba oír el suave susurro de sus naguas de satén contra sus medias de seda cuando pasaba junta de mí. Cuando ya no podía caminar, usó una silla de ruedas que también estaba adornada con tallas de rosas, lirios y laureles. Ahora mi abuela estaba completamente paralizada. Su mundo hoy estaba compuesto por una cama de hospital eléctrica y esta habitación.

En un tiempo, mi familia la llevaron a varios médicos por todo de Nuevo México, Arizona y hasta California. Ninguno podía determinar la causa de su debilidad. Al fin, después de muchos consejos y medicinas carísimas, decidieron llevarla a un curandero en Méjico. El curandero les dijo que abuela no tenía ningún remedio porque estaba embrujada. Para curarla necesitaban hallar la persona que le había puesto el mal. Esta bruja le tenía mucha envidia a abuela por bella, amable y generosa. Así fue el consejo del curandero.

Pues cómo me contó el cuento, antes de que ella quedo completamente debilitada abuela había visto por mucho tiempo a un gato negro con unos ojos amarillos y luminosos que quería meterse a la casa. Ella lo ahuyentó con un buen golpe de escoba. Decía que no le gustaba la mirada malvada del gato.

Una noche de luna llena, despertó abuela para ver el mismo gato negro sentado en la borde de su ventana. El maldito animal, sus ojos brillando de una luz amarilla y malvada, había rasgado la tela de la ventana para meterse al dormitorio. Cuando vio el gato que abuela se movió para levantarse, se quedó muy quieto, pero no huyó. Se quedaron así viéndose uno al otro, abuela al gato y el gato a abuela.

En aquel momento, bajó del cielo un gran tecolote con unas alas de color granate decoradas con margaritas de diferentes tamaños y colores tan brillantes que radiaban como un arco iris en fuego. Comenzó el ave a darle picotazos hasta que el gato, gruñendo y silbando de ira, huyo del cuarto. Entonces se posó este tecolote floreado en la repisa de la ventana, radiaba luz mágica. Le contó a abuela muchos cuentos antiguos, chistes y de sus aventuras en el mundo. También le dijo el tecolote floreado que el gato negro era una bruja hecha animal y que abuela debería tener mucho cuidado para la próxima luna llena.

Cuando despertó el siguiente día, abuela creo que soñó todo de la noche anterior hasta que descubrió la tela destrozada de la ventana. Entonces ella se preparó para el retorno del gato negro. La próxima noche que la luna estaba llena abuela le quitó la tela a la ventana y la dejó abierta. Era después de media noche cuando ella oyó el gato brincar para adentro de la recámara. Allí lo esperaba abuela y le dio un buen leñazo. Corrió el maldito animal por todo el cuarto quejándose con unos gruñidos enfadados buscando la ventana para salir. Desde esa noche, jamás se volvió a ver el gato negro malvado.

El siguiente día, algunos vecinos le contaron a abuela de una mujer que vivía en La Liendre que resultó enyesada de un hombro y brazo de un día al otro. Esta mujer, de pelo negro como carbón y con unos ojos verdes rodeados de un amarillo luminoso, no tenía explicación por la herida. También se sabía alrededor que esta misma mujer le gustaba cantar muchos encantamientos raros durante las lunas llenas. Cuando fueron todos del pueblo a buscar a la mujer que sospechaban que era la bruja y también vuelta gato, no la encontraron. Poco después que se desapareció la bruja, comenzó a debilitarse abuela hasta que perdió todo movimiento.

Parecía que me había quedado parada por una eternidad al lado de la cama de mi abuela cuando abrió los ojos y se sonrió. Entonces me senté en la cama y le dije de que estaba pensando.

–Hijita, mía –me dijo, su voz suave y dulce. –Como te interesan los cuentos. Acuéstate ahora y duérmete. Después te cuento otro. –

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